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- Ana Mata
- Nov 8, 2017
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Me gustan los pisos de madera oscura. Me gustan al tacto porque son duros y frescos. Buenos para apoyar las manos pálidas y pegajosas en días de calor. Buenos para acoplar el peso al piso, para hundirse más y más, suave y definitivamente. Yo estaba segura que esos pisos con vetas rojizas y negras estaban hechas de huesos. Pasaba de la palma de la mano al dorso y al antebrazo, dejando que su frescura me llenara. Me doblaba toda, quebrando mis propias líneas. Metía un hombro, inclinada como sobre un pozo, y luego la frente y luego la nuca y un lado de la cadera y ya toda. Nadaba en esa firmeza. La piel desnuda se pegaba haciendo el ruido que hacen las ventosas. Jugaba a que no podía moverme, a que mi cuerpo ya no era mío. Y dormitaba mirando el sol entrando por la rendijita abierta en la persiana. Me gustaba que hubieran otros cuerpos ahí conmigo. Nuestras partes se encontraban sorpresivamente pero sin sobresalto alguno. Compartiendo el choque. Disfrutando del error, de la fealdad, del sudor. Nos saludábamos con un apretoncito, una caricia chiquitita y nos separábamos. Estábamos ahí, como nunca antes: presentes.
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