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Piel

Me gusta ver gordas en bikini. Lo descubrí en Acapulco con Silvana. Viajamos con su mamá y su hermana porque sus papás estaban separados. Él era un economista norteño que daba clases en mi universidad; se podía detectar dónde estaba desde lejos porque hablaba fuerte y rápido y fumaba (ya nadie fumaba). Ella era socióloga y dirigía un centro de estudios latinoamericanos; su familia era italiana y usaba el pelo alborotado y ropa hecha con telas suaves y pesadas. Sus dos hijas eran hermosas y tercas. Algo de ellas resonaba en mí con una familiaridad que no llegué a sentir ni por algunos de mis propios familiares.


Yo adoraba a la mamá de Silvana antes de ir a Acapulco. Me encantaba su mundo; su casa, su trabajo, las cosas que cocinaba, los anillos que usaba, sus libros, sus especias en la ventana. Era su fan. Todo en su mundo parecía significativo y valioso. Todo venía de un lugar especial o había sido elegido con cuidado. Me invitaba a sentarme con ella -yo con 15 años- para preguntarme mi opinión. Así de lindo y poderosos y simple. Ella compartía conmigo cosas cotidianas: me hablaba en detalle sobre un vino que había probado, o sobre un libro de una fotógrafa que quería conseguir por internet, o sobre las remodelaciones que podría hacerle al patio. Yo me sentía grande diciéndole lo que me parecía y muchas veces tuve que superar los nervios de expresarme, como una flor que se va abriendo tímidamente hasta explotar. Como si estuviera recibiendo un entrenamiento para mostrarme. Hasta ese momento, nadie del mundo adulto me había convocado como ella a poner en palabras mis ideas, a ocupar mi lugar, a argumentar, escuchar e incluso aprender a pelear; de nuevas maneras, cada vez más y mejor. Sin querer fui descubriendo quién era y qué podía; intentado ponerme cómoda en ese nuevo cuerpo que me invitaban a ocupar: un cuerpo lleno de potencia y autonomía.


Nunca había conocido adultos como los que conocí las veces que me invitaron a celebrar alguna cosa en su casa. A los amigos de la mamá de Silvana les gustaba hablar y bailar mientras hablaban y comer rico y tomar tequilitas en sorbitos para saborearlo. Venían de distintos lugares y viajaban por todo el mundo trayendo historias divertidas y a veces tristes y delicias. Esta era otra clase de adultos, unos que estudiaban realidades y pensaban cómo cambiarían el mundo sin dejar de emborracharse y pasarla más o menos bien a pesar de la tragedia. En mi casa no era así. En mi casa el clima era más bien antisocial, privado, centrípeta. Todo para adentro, siempre haciendo lo mismo con los mismos. Esperando la implosión silenciosa.


Pero lo mejor de la mamá de Silvana lo descubrí el primer día al sol. Nosotras ya estábamos junto a la alberca queriendo broncearnos y escuchando música que creíamos que era rara, confiando en que esa rareza comprobaría que éramos más cool que el resto. Recuerdo que mi cuerpo me parecía raro e incómodo, mis manos siempre encontraban un pedacito de tela que reacomodar con jaloncitos incesantes. Mi pelo era raro también; quería controlarlo y me lo pegaba a la cabeza con los gestos de alguien cruel y despiadado (que era yo a veces conmigo misma), buscando la disciplina y la belleza. De golpe, entra en la terraza la figura redonda y real de la mamá de Silvana: en bikini. Con el ombligo al aire se acercó al agua con una caminata que yo no podía comprender. Iba tranquila, relajada, dejándose observar en toda su imperfección. La vi con cuidado. Estiró una toalla en el suelo y se sentó a ponerse bronceador. Las manos tocaban los rollos que se le iban formando por aquí y por allá. Estrías, celulitis, lunares, flacideces, moretones, todo impunemente expuesto al sol. Sus rollos divinos ahora brillaban mientras ella se tumbaba en mil posiciones distintas para tostarse. Se veía impactante y hermosa.


Mi cabeza explotó. Porque nunca había visto a una gorda en bikini. Porque nunca había visto una gorda hermosa. Porque me había acostumbrado a que las gordas se escondieran como yo lo hacía. Porque nunca había escuchado el relato de una gorda feliz.


Con ese ejercicio de observación concluyó parte de un entrenamiento en ver y ser vista. Desde entonces hablar con sinceridad va de la mano con ponerse (con sinceridad) al sol en bikini. Mostrarse, casi desnuda, a tostar las imperfecciones, como vienen. Un acto sin palabras, una gorda en bikini, me demostró que era posible. Lo único que necesitaba era una gorda de ejemplo. Una gorda feliz que me enseñara que está bien ser así, gorda.

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