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Exes: D

La primera vez que vi a D fue en una fiesta en Paseo de la Reforma. Se estaba besando con otra chica pero yo me enamoré de él igual. Su imagen en mi memoria se grabó así: camiseta negra con letras en ruso y pelo corto. Cuando lo conocí mejor y pude verlo de cerca, amé sus ojos suavecitos y párpados oscuros. No tengo buena memoria pero sé que en esa época yo siempre usaba una sudadera verde y que mi amor por D se sentía como una urgencia médica: tenía que verlo. Tristemente, esa primera noche no fue mía y estaba segura que él no podría ni recordarme. Terminé coqueteando con otro y sintiendo que no me alcanzaba porque D siempre fue tan simple y delicioso como la palabra “más”. Mi corazón ya estaba roto pero como la vida es buena, antes de que la noche se cerrara, terminé junto a D ayudando a un amigo a vomitar en los arbustos: un sueño. Intercambiamos algunas palabras y me subí a un taxi rumbo al sur. No le despegué la mirada a D hasta que su figura se fue perdiendo en un mar de borrachos. Nunca le pregunté si él también se quedó conmigo en la cabeza.


Nuestros amigos organizaron un encuentro. Seguramente fue porque yo les dije que D me gustaba pero la verdad no me acuerdo. Era viernes. Estábamos en el salón abajo de la biblioteca y nos daba clase un inglés gordo que nunca lavaba su taza de té y le iba a Liverpool. D se había fracturado la pierna. Eso me llegó en un mensaje de texto.

Vi a D en su casa, en su cama. Llegamos con una manada de 5 ó 6 adolescentes para ver cómo estaba. Nos adentramos en su habitación y yo estaba atenta y nerviosísima, deseando absorberlo todo. Al final de cuentas, ese era el espacio del que yo entendía que era mi amor. Nos contó cómo se rompió la pierna y también que a su entrenador le decían -algo así como- el Capitán Sangre porque una vez mató sin querer a otro jugador. Ese día, Dsacó una pierna de la cama para quitarse la venda y marcar el mapa dónde estaban los clavos de titanio que le habían puesto. Pude ver sus piernas, sus pies, sus manos. Como un rompecabezas que se fue armando sin ninguna prisa. Su cuarto tenía un ventanal grande que daba a un jardín. Dibujos, posters de Mr. Bungle, Nightwish y otras bandas ajenas a mí. Libros que yo encontraba extraños, muchas partituras, un refrigerador con discos: un mundo raro en el que que yo practicarías minutos diarios de inmersión hasta sentirme cómoda en sus profundidades.


La primera vez que besé a D fue afuera de mi casa y me acuerdo que no podíamos dejar de besarnos. Nos mirábamos y arrancábamos de vuelta. Como si fuera una hazaña deportiva, como queriendo dedicarse sólo a eso. Si no se hubiera tenido que ir, seguiríamos ahí pegándonos y despegándonos. Siempre me imagino eso.


Después vinieron días brillantes. Me quedaba a dormir en casa de D y no nos cansábamos de conversar, escuchar música y conocernos desnudos. Íbamos por ahí, aunque salíamos poco. Las toallas en su casa me parecían gruesas y me encantaba ponerme la ropa de D para dormir. Con esa toalla enorme en la cabeza me acostaba a escucharlo estudiar sus partituras de guitarra. Él me contaba la historia de su abuela polaca, de sus dientes y de como tuvo que casarse con un mexicano al que nunca amó realmente sino por el hecho que le salvó la vida. Esa historia me rompía el corazón. Yo también le contaba de mis extranjeros, de mi abuelo yéndose de esa pequeña ciudad en el hemisferio sur para estar con su amor que era otro hombre. Él me contaba de su abuelo libanés, el que nunca figuró, y yo de mi abuela pediatra, la que era cruel pero tenía un jardín precioso. Y juntos nos hacíamos de balsa y refugio. Nos tomábamos fotos en la cama. Cogíamos con condones robados. Nos hacíamos dibujos, cartas, artefactos, frazadas e inventos.


Hoy no recuerdo tu cuerpo desnudo, D. Me di cuenta once años después, un día pegajoso caminando por el barrio de Boedo en la nueva ciudad que habito. Con mi amiga G hablábamos de amores y cuando ella me preguntó por ti, me quedé en blanco. Ese cuerpo tuyo que amé se me había borrado. Ese cuerpo que tanto contemplé y toqué, que lavé con jabón bajo la ducha, que tanto besé, D. Me dio tristeza que sólo me quedaran pedacitos: las manos, siempre, y los pies y la piel del labio inferior y tus ojos. Y me dieron ganas de verte desnudo, D; de invitarte a hacer eso, a estar desnudos. Como un ritual, como una forma mágica de volver a un lugar que antes habitábamos juntos y que es sólo nuestro, que sólo se arma cuando somos nosotros dos los que se miran. Propongo esto: la desnudez como reencuentro.

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