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Exes: G

G siempre fue atlético, flaco; con esos cuerpos que hacen ejercicio y de golpe tienen músculos lindos, torneados, flexibles. Como un acróbata. Siempre guapo. Con lentes de sol, el pelo revuelto y una arracada en la nariz.


Éramos muy cercanos. Usábamos el mismo par de aretes, uno cada quien. El que más recuerdo era un par de la virgen de Guadalupe que me dieron de cumpleaños. Compartíamos las camisetas. A mí me quedaban entalladas y se las entetaba y eso le gustaba. Me pedía que lo acompañara a elegir ropa. Compraba pantalones apretaditos porque le rayaba verse andrógino, como el lagarto que aparecía en el Ziggy Stardust que escuchábamos a morir.


Siento que con G aprendí a emborracharme. Había un placer particular, un placer desastroso a largo plazo, en compartir con él los eventos sociales multitudinarios. Cada quien tenía su estilo y el juego era recordar cómo le gustaba a cada uno el café, los tragos, los tabacos. Eso nos convertía en aliados y en amantes. Para las fiestas, él me compraba de antemano lo que yo fumaba y bebía. Procuraba, con un cuidado cariñoso, que tuviera lo que necesitaba para estar bien, que tuviera siempre un trago en la mano; siempre rumbo a ese lugar borroso al que íbamos juntos.


G también me enseñó a jugar dominó. A decirle a las fichas con esos nombres raros que los hombres que han jugado desde siempre les han ido poniendo. El diputado, la pecosa, la gorda. Cada una se decía con un tono en particular. Como la entrada en escena de un personaje. Y cuando yo jugaba bien, cuando lograba contar y hacer una movida chingona, él se agarraba el corazón y en la noche cogíamos como si fuéramos más grandes que nosotros mismos.


Una vez viajamos a ver a sus parientes en San Luis. Nos quedamos en un pueblo fantasma que daba miedo. Cada año, su familia organizaba una burrada que se trataba, básicamente, de ir y volver en burro de un punto a otro. La hazaña era ponerse pedo llegando al punto B, para volver en burro y borracho, al punto. A ver qué pasa. A ver quién gana y ya. Claramente las grandes cosas de la vida son cosas simples. En ese viaje G se cayó de un burro y cayó de pie, como un acróbata. Y ni se le cayeron los lentes. Contó esa historia orgulloso durante muchos meses: y ni se me cayeron los lentes.


Nos sentábamos en su terraza a echar la hueva. O a leer algunas escenas de Hamlet Machine o escenas de alguna obra que él estuviera preparando para la escuela.

Tenía bailes para todo, y si se le metía una frase en la cabeza la repetía hasta el cansancio. Esas frases marcaban épocas. La época en la que G estaba con ese tema o ese otro. Recuerdo especialmente la época de Bonanza. Cantaba tan-tararan-tararan-tararan-bonanzaaaa-bo-nan-za. Una puta tortura china. En la fila para cargar gasolina. En el cine en bajito. En la regadera.


En las fiestas le fascinaba ponerse en medio de la pista y bailar a lo loco. Ser el centro. Yo me cansaba al poco tiempo y organizaba la retirada. Una vez lo quise invitar y después más nunca. No había caso: era una fuerza de la naturaleza que yo terminaba contemplando, con nuestros amigos, desde la distancia.


En muchas escenas con G, yo estoy manejando mientras él viene al lado mío cantando. En otras, yo me derrito con su manera de decirme que me quiere y de apretarme las partes más suavecitas del cuerpo con ternura y paciencia, como desarrollando un experimento. En una sola, me levanto después de la peor borrachera de la que tengo registro: acalorada, confundida, con un pijama que no era mío puesto al revés. Él estaba afuera, tomando sol y tomando café y fumando y leyendo. Me asomo y se ve recién bañado y radiante. Me aconseja que me hidrate, que me bañe, pero por sobre todas las cosas, que me valga más verga todo. Y se sonríe. Y esa frase todavía hoy retumba en mí como un tesoro: que te valga verga.

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