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Exes: J

  • Writer: Ana Mata
    Ana Mata
  • Mar 10, 2017
  • 3 min read

Lo primero que vi con cuidado fueron sus manos. Necesitaba el horario de clases y él me prestó el suyo para sacarle foto. Días después me encontré con sus dedos en el margen de la foto. Sentí con claridad que presenciaba algo precioso. Como si la foto hubiera estado esperando en mi carrete con la impaciencia de saberse hermosa y queriendo ser vista. Diciendo sin pizca de duda: estas manos te van a volver loca.

Mordí muchas veces sus dedos. No existía otra alternativa. Cuando veía sus manos se encendía mi versión menos domesticada, menos miedosa. Era lo que más me gustaba. Sentía que la parte salvaje de mí se desenvolvía frente a J. La sensación era limpia. Yo con él era un animal.


La vez que viajamos juntos en colectivo estaba nerviosa. Hacía frío y mientras esperábamos en silencio, sin querer, prendí el zipper de mi sudadera con el de mi chamarra. Cierres distintos, algo que parecía imposible. Como un presagio de amor: dos cosas que encajan, contra todo pronóstico. Creo que preguntó qué hiciste y me señaló esa imagen extraña que me atravesaba el pecho de arriba a abajo. Sentí de golpe que el sabía que me encantaba y me dio risa y vergüenza. Recuerdo que contesté: no sé. Bajé antes que él del colectivo, bajé rápido, antes de donde tenía que bajar. Cuando me acerqué para darle un beso me apoyé en su muslo y era tibio y redondo y me gustó y pensé en eso muchos días.

Un día pude verlo tumbado con los pies descalzos. Estaba cansado. Tenía las manos llenas de tinta.


En un bar pedorro hablamos del amor, de Natalia Ginzburg, de cómo podemos saber lo que necesitan los demás. Comimos porciones de tarta de ricotta y café con leche y luego manies y hamburguesas y cervezas. Había mucha gente pero J se sentó frente a mí. Ese día sentí que me miraba con cuidado. Sus ojos amarillos brillaban invitando a que me mostrara. Preguntando quién eres, qué haces, qué sientes. Acá. Ni atrás ni adelante. Acá. Hoy. El tiempo con él vibraba con una intensidad que reconocí como suya. Cuando no lo veía directamente, sentía que se moría de ganas de acercarse. Para despedirnos abrió los brazos y expuso el pecho. Yo entré en ese espacio y me pegué a su cuerpo. Me envolvió, lento, seguro. La mezcla justa de ternura y calentura. Así se sienten los glaciares cuando se acercan.


Viajamos solos por primera vez una noche. Estábamos frente a frente pero alejados, cada uno apoyado de espaldas en una de las ventanas de vagón. Nos mirábamos en silencio. Cerca de donde yo bajaba J dijo: vamos al mismo lugar y salimos juntos de la estación. Me dijo que entraba al cine y yo me iba a cenar con amigos. Caminamos en medio de la gente que busca libros y pizza y teatro a cualquier hora. Como llovía lo acompañé hasta la puerta con el paraguas y me fui caminando sola, llena de una adrenalina que subía desde la concha.


Nunca planeábamos cuando nos volveríamos a ver. La idea -siempre tácita- era que se diera encontrarnos. Nos cruzamos en la fiesta de un amigo. El se veía hermoso entre la gente, bailando y sudando y compartiendo conmigo sus cervezas. Afuera hacía frío. La música nos hacía hablarnos muy cerquita y en un momento yo solté el brazo y nuestras manos chocaron. La tomé como para pedir disculpas por el golpe y recordé la foto que inició todo. Caí en cuenta de que era la mano de J y la examiné, y la besé rápido y la guardé para mí entre mis manos. Él me abrazó con su brazo libre y quedamos nariz con nariz. Ahí, por primera vez, nos besamos.

 
 
 

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