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Fin de agosto

Se me cayeron tres dientes durante la visita a la isla. Pasó justo cuando nos cubría la tormenta. Las olas crecían como murallas negras. Mirarlas desde el malecón era vertiginoso y fascinante. Todo ocurrió en silencio. La oscuridad se interrumpía por una luz blanca igual de enceguecedora. En mi lengua sentía la piecita de hueso, su forma afilada en una punta, su peso. Era una sensación familiar, de infancia. El sorprendente gusto a moneda que tiene la sangre. La lengua que toca el cráter blando y dolorido, la lengua como bicho desobediente que vive en la boca. Me pasó tres veces. Me di cuenta que ya no era niña y supe que esos dientes no saldrían de nuevo. Los guardé en un tubo de ensayo. Los sacudí para hacer sonar el vidrio en ese silencio. Bese el tubo y lo aventé al agua. Un magnetismo me pegaba a la orilla. Sabía que no había nada salvo este momento compartido en la tormenta. No existía otra cosa. Estaba fija ahí, sintiendo el mar sacudiendo el piso. Sintiendo que todo se iba a caer menos yo: esa era la certeza. Supe que así iría perdiendo todo pero no me quedaba claro si esto era un encuentro como es la guerra o si era un encuentro como es el amor. Sentí que cada pérdida me condensaría en menos espacio, que me simplificaría, que me dejaría más Ana porque sería Ana sin todo lo innecesario. Quizás iría perdiendo todo hasta perder también lo necesario. Quizás esto era encontrarse con el tiempo: ser cada vez más con cada vez menos y luego, dulcemente, pasar a no ser más nada.

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